Observando el miedo
- Licda. Giuseppina Varsi _ Psicólga Especialista en
- 4 sept 2020
- 3 Min. de lectura
Nos resulta fácil observar y hablar del miedo de los demás, hasta lo juzgamos a la luz de nuestra interpretación personal. Pero se nos hace difícil contactar con el nuestro, preferimos no mirarlo, nos resistimos a hablar o a escuchar lo que otros nos dicen de él. Es que introvertir la mirada hacia nuestro propio centro cuesta porque duele. Requerimos de honestidad, coraje y de una voluntad surgida a partir del profundo deseo de vivir de otra manera. Sin ello nos resultará difícil observar el miedo en nosotros mismos porque, como muchas otras, es una emoción muy fuerte, una voz bulliciosa y desafinada que nos habla constantemente, pero que no siempre identificamos porque se disfraza de rabia, tristeza o apatía. Y no debemos subestimar la intensidad con que estas emociones se presentan. Tampoco nos ayuda negar su relación con el miedo. Todas ellas son sus manifestaciones, y en cualquier forma en que éste aparezca se relaciona siempre con escenarios imaginados de pérdida, con sombrías fantasías en las que percibimos que cruelmente se nos arrebata algo que consideramos nuestro. El qué o el quién nos quitará será siempre el enemigo, y recibirá muchos nombres según el escenario fantaseado. En algún momento le llamaremos vida, en otro enfermedad, pareja, amigo, jefe, padre o madre. Mas sin importar su nombre, en nuestra fabulación será siempre el victimario y nosotros sus víctimas, y aunque su acción la imaginamos en ese futuro ilusorio, lo conocemos ya en nuestro presente. Aquello de lo cual creemos que se nos despojará puede ser desde un bien material (trabajo, dinero, una casa, un carro, una posición, prestigio) hasta un atributo físico, mental o personal (la salud por el deterioro de un cuerpo viejo o enfermo, los atributos intelectuales o de personalidad).
Mas todo ocurre en escenarios ilusorios fabricados por el miedo, porque aún en las situaciones más difíciles que experimentamos éste no aparece por lo que sucede en el momento sino por la pérdida que imaginamos que ocurrirá a partir de lo que está aconteciendo. Nos convertimos en observadores de una tragedia futura y la fragilidad del personaje con el que nos identificamos queda al descubierto. Y a partir de un estado de desesperanza que algunas veces reconocemos y otras no, aparecen los pensamientos de juicio contra esos enemigos que sentenciamos por acciones que aún no ocurren, enemigos que adquieren groseras formas en la fantasía de los oscuros escenarios imaginados y se transforman en figuras malvadas que dañan, consumen, atacan, quitan. Estas interpretaciones nos abruman el alma y nos cansan la mente, porque lejos de permitirnos avanzar, afianzan el sistema de pensamiento que sostiene al miedo. Son también la razón que nos mueve al “justo ataque” y al control para que no acontezca lo temido. Damos nombres a nuestro accionar: auto defensa, precaución, sentido común, preocupación por otros, y hasta amor. Mas cuando estamos dispuestos a observarnos con honestidad, sin justificarnos pero sin enjuiciarnos, reconocemos que actuamos bajo la guía de nuestras interpretaciones, y que ellas surgen de creencias que no pueden evocarnos más que miedo. Comprendemos que es únicamente de éste de lo que somos víctimas, y que mientras sea él lo que nos mueve, nuestro actuar requerirá mucho esfuerzo porque necesitaremos controlar situaciones, cosas y personas para que los temibles e imaginados escenarios no se manifiesten.
A esto le llamo observar el miedo. No dejamos de actuar por hacerlo. Simplemente podemos comprender desde dónde estamos actuando. Y esta comprensión, si damos un paso más, puede propiciar el cambio de lo único que tenemos que cambiar: “nuestra distorsionada forma de pensar” como la llamó el Dr. Kenneth Wapnick.

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